La preocupación por el destino de los espíritus de los muertos fue constante a través de toda la América precolombina. Sus habitantes desarrollaron sofisticadas ceremonias colectivas para apaciguar el dolor de los vivos y facilitar el tránsito de las almas a la otra vida. Algunos pueblos usaron vasijas de cerámica como recipientes funerarios. A veces los cuerpos eran depositados directamente en las vasijas, pero en la mayoría de los casos éstas se usaban para guardar sólo los huesos.
Primero enterraban a sus muertos bajo el suelo, y luego de la descomposición desenterraban los huesos y los ponían en vasijas. En los Andes del Sur el empleo de vasijas para guardar los muertos fue una práctica conocida desde los primeros siglos antes de Cristo y era común entre grupos que estaban comenzando a dominar la agricultura, la ganadería y la cerámica, especialmente en el noroeste de Argentina y en el norte y centro-sur de Chile.
En el sur de Chile, en las cercanías de la ciudad de Angol se desarrolló entre 1000 y 1400 d.C., un pueblo de agricultores y ceramistas conocido como cultura El Vergel. Enterraron a sus muertos en grandes urnas de cerámica acompañados de papas, maíz, chicha y jarros llamados pichimetawe, que quiere decir en lengua mapudungún “pato pequeño”.
En la costa desértica entre el sur del Perú y la desembocadura del río Loa, en el norte de Chile, habitó hace unos 8 mil años un grupo de cazadores-recolectores marinos que los arqueólogos han llamado cultura Chinchorro. Ellos fueron los primeros hombres en el mundo que momificaron de manera artificial a sus muertos. Para esto sacaban las vísceras de los cuerpos y los rellenaban con pasto, cenizas, tierra y pelo de animal. Luego se recubrían con arcilla negra o roja y cenizas, haciendo una máscara adornada con pelo humano. Así, los cuerpos de los muertos eran enterrados.
Algunas de estas momias fueron desenterradas y restauradas. Se cree que esto se hacía para que estuvieran presentes en algunos rituales. Luego se volvían a enterrar. Junto a estas momias se han encontrado figurillas hechas en arcilla y huesos de animales, que acompañaban a los muertos en su viaje hacia el más allá. Siglos después, las momias chinchorro fueron hechas en forma más sencilla, siendo cubiertas con una arcilla de color rojo. Hacia el 2000 a.C. la momificación estaba desapareciendo y sólo se ponía una máscara en el rostro del difunto.
Las momias egipcias comenzaron a ser preparadas 3.000 años después que las momias chinchorro. Las egipcias son más conocidas porque hay gran cantidad de ellas y porque se han encontrado bajo grandes pirámides en tumbas llenas de riquezas, ricamente decoradas. En cambio las momias de la cultura Chinchorro se encuentran enterradas en la arena, y sólo acompañadas con algunos objetos de su vida cotidiana.
Los chinchorro preparaban varios tipos de momias. Las dos más comunes fueron la de color negro y la de color rojo. Para preparar las momias negras, los especialistas separaban la cabeza del tronco, los brazos y piernas, que eran prolijamente descarnadas y secadas con ceniza caliente. De la cabeza extraían y conservaban la piel del rostro, las orejas y el cuero cabelludo. Luego, el esqueleto era vuelto a ensamblar mediante ramas y ataduras vegetales. El cuerpo era rellenado con pasto, cenizas, tierra y pelo de animal. Sobre el esqueleto aplicaban una pasta de ceniza blanca que imitaba la forma del cuerpo humano. Entonces reinstalaban el rostro y la cabellera, cubriéndolo, igual que al cuerpo, con un pigmento de color negro o rojo.
Los inkas adoraban al sol y a las montañas. En las cumbres de algunas de las más altas montañas de la cordillera de Los Andes. Especialmente desde el sur de Perú hasta el centro de Chile, se construyeron santuarios donde los inkas realizaron sus rituales como signo de poder y conquista. Estos rituales, llamados kapacocha, se hacían para pedir y agradecer a los dioses. En estas se ofrendaban figurillas de oro, plata o concha mullu, y a veces, en casos especiales, se sacrificaban niños.
El cerro El Plomo es el santuario de altura principal de la cuenca de Santiago. Tiene más de 5.000 metros de altura y se ve desde casi todo el valle. A su cumbre llegó un grupo de sacerdotes Inkas venidos desde El Cusco. Con ellos viajaba un niño de unos 9 años de la nobleza cuzqueña para ser sacrificado. Según las creencias inkas, el niño elegido para este sacrificio era muy afortunado pues era un regalo para los dioses. En un ritual realizado en la cumbre del cerro, el niño fue dejado junto a algunas ofrendas. Debido a las condiciones de frío y sequedad, este niño se momificó en forma natural conservándose por siglos hasta que un arriero lo descubrió hacia finales de la década de 1950.
En la celebración que hacen los atacameños a sus difuntos se preparan panes especiales, con forma de escalera, para que las almas puedan transitar por el mundo de los vivos y de los muertos. También se hacen panes con formas de llamas, palomas, hombres y mujeres. Sobre algunos panes redondos se ponen las iniciales del nombre de los difuntos los finados. La comida y la bebida, compartida por vivos y muertos, son parte muy importante de esta celebración.
Las descripciones que dejaron los cronistas españoles cuentan que los pueblos andinos celebraban a sus muertos y tenían gran respeto por ellos, pues pensaban que eran sus ancestros. En el mes de noviembre, los inkas celebraban una fiesta en honor a sus muertos. Sacaban a los difuntos de sus tumbas, les daban comida y bebida, los vestían con sus mejores trajes y plumas en la cabeza, y cantaban y danzaban con ellos. Los ponían en unas andas para poder transportarlos de casa en casa y de esa manera celebrarlos. Luego los volvían a enterrar, con comida y bebidas. Muchas de estas creencias y ritos relacionados a la muerte se mantienen actualmente entre los pueblos atacameños y aymaras del norte de Chile. Para el 1 y 2 de noviembre celebran a sus difuntos. Ellos creen que durante estos días las almas vienen a la tierra, donde sus parientes y amigos los recuerdan y les dan de comer y beber. Entre los atacameños, cuando alguien muere se sacrifica su perro, pues creen que el alma del difunto debe pasar un río. El perro es el encargado de cruzarlo, llevando el alma de su dueño en la nariz.
En los últimos años, algunos arqueólogos se han dedicado a buscar santuarios en las altas cumbres de la cordillera de Los Andes. Uno de estos santuarios es el del volcán Llullaillaco (de más de 7.000 metros), ubicado en la frontera con Argentina, al sur del salar de Atacama (II Región). Allí se encontró un niño de alrededor de 8 años. Tenía un collar de concha mullu en su cuello, una honda, dos pares de sandalias y figurillas de plata y de mullu. A unos metros de distancia se encontró a una joven de unos catorce años. Ella tenía un tocado de plumas blancas en la cabeza, muy similar al de una de las figurillas de plata que la acompañaban. Su cabello estaba trenzado y tenía hojas de coca bajo su nariz. Junto a ella se encontró una túnica de hombre y muchas figurillas humanas vestidas y desnudas, entre otros objetos.
El buen estado de conservación de esta momia, que actualmente se encuentra en el Museo Nacional de Historia Natural de Santiago, ha permitido conocer su ropa, calzado, peinado, y lo que comió antes de morir. Hoy en día, esta momia se encuentra en una cámara especial que la mantiene refrigerada, con bajas temperaturas y humedad para imitar las condiciones climáticas en que estuvo por más de cuatrocientos años en las alturas del cerro El Plomo. Las figuritas de llamas de la fotografía, hechas de plata y mullu, eran parte del ajuar que acompañaba al niño.
Entre los maya, cuando alguien moría, era envuelto en un tapete y en su boca se ponía maíz y cuentas de jade. Estas cuentas eran usadas como moneda, así, al muerto no le faltaría nada para comer en la otra vida.
Se enterraban detrás de sus casas junto a figuras de cerámica, madera o piedra y sus herramientas, que indicaban cual había su oficio. Las tumbas de personas de clase alta eran más elaboradas, e iban desde pequeños altares hasta las grandes tumbas de los dirigentes más poderosos, como la del Señor de Pacal, en Palenque.
Ubicada en la selva de Chiapas, Palenque fue la ciudad más importante de las tierras bajas mayas durante el período de su mayor auge cultural. Las construcciones arquitectónicas del centro cívico y ceremonial son monumentales. Pacal fue el más importante gobernante de Palenque. Su tumba se encuentra en el interior de una gran pirámide en un sarcófago de piedra hermosamente tallado con una escena que muestra el momento de la muerte de Pacal, cayendo como el sol al atardecer en Xibalbá, el reino de los muertos, y reviviendo como el dios sol cada mañana (ver ilustración).
Los moche vivieron en la costa norte de Perú entre los años 1 y 700 d.C. En las tumbas colocaban vasijas de cerámica pintadas con representaciones referidas a la muerte, como escenas de combate, de sacrificio o de caza. Los difuntos más poderosos eran acompañados con máscaras de metal, orejeras y otros ricos objetos que mostraban el poder que habían tenido en vida. Cuando las autoridades morían se construía una gran pirámide de adobe y se les enterraba en su interior. Eran distintas a las que se encuentran en Egipto o en Mesoamérica, tanto por el material con que se construían como por la forma, ya que no terminan en punta, sino en una cúspide plana.
El Señor de Sipán y el Sacerdote han sido identificados como los personajes que aparecen representados en una escena conocida como la” Ceremonia del Sacrificio”. Esta es una de las escenas rituales más importantes de la cultura Moche y fue representada en la cerámica y en un mural pintado del Templo de Pañamarca. En ella aparecen cuatro personajes principales. El más importante es un hombre vestido con un traje del que salen rayos de la cabeza. Usa un casco cónico, nariguera, aros grandes y circulares. Tiene un perro a sus pies. El Señor de Sipán ha sido identificado con este personaje pues viste el mismo atuendo recién descrito y que tenía un perro a sus pies. Por otro lado, el atuendo y los objetos encontrados en la tumba del Sacerdote han hecho que éste sea identificado con el otro personaje de la Ceremonia del Sacrificio, mitad pájaro y mitad hombre, que sostiene una copa con sangre. Gracias al hallazgo del Señor de Sipán, los arqueólogos creen que la escena de la Ceremonia del Sacrificio representada en el arte Moche, sería un hecho real. Los señores y sacerdotes moche se vestían con sus atuendos ceremoniales para realizar sus rituales y beber la sangre de los prisioneros.
En 1987 en la costa norte del Perú se descubrieron dos pirámides moche (1- 700 d.C.) que en su interior contenían tres fastuosas tumbas, a las que se ha llamado del Señor de Sipán, del Sacerdote, y del Viejo Señor de Sipán. La tumba más importante, la del Señor de Sipán, perteneció a un hombre de 35 a 45 años que fue enterrado en un ataúd de madera. Lo rodeaban dos hombres, uno de ellos con un perro, tres mujeres, dos llamas y un niño. Su ataúd contenía algunos de los artefactos más espectaculares encontrados en América: adornos de oro, cetros, orejeras, máscaras, collares de conchas, narigueras, cuchillos ceremoniales, etc. La tumba del Sacerdote contenía elegantes y fastuosas piezas, entre las que destacan un tocado de búho y una copa de cobre.